viernes, 28 de diciembre de 2012

Siempre los mismos fantasmas.


Hacía tiempo que no soñaba. Y más tiempo aún que no pensaba en el tema.
Supongo que la llorera en la terapia de la tarde removió a los fantasmas del pasado, tan bien escondidos en algún rincón de mi ser. Pensé que estaban bajo llave, pero lo cierto es que se movían a placer dentro de mí.  Me seguía importando, siendo eso algo que odiaba reconocer. Interiormente lo sabía, sabía que aún era importante para mí, que siempre estaría ahí si me necesitaba y que si me demostraba un ápice de cariño las lagrimas desbordarían mis ojos. Lo sabía, aún así, me empeñaba en ocultarlo. Quería ser la mujer de hielo.
Cuando te han hecho mucho daño, en un corto plazo de tiempo, sientes que debes volverte infranqueable, que cada lágrima que derrames frente al "enemigo" será un paso atrás que estarás dando en tu lucha por parecer invencible. El dolor que me había causado su pérdida, más la pérdida de Ricardo sumada por último a la de Carlos, había sido insoportable. A veces aún me dolía. Me consuela sentarme a llorar e imaginar que viene hacia mí y me perdona por un error que no cometí. Porque de eso estoy segura: soy completamente inocente. Básicamente porque no hice nada. Nada malo, contra ella, que la dañase. Era mi amiga, lo único que intentaba era que fuese feliz.
Esta noche soñé con ella, como tantas otras veces, aunque esta vez fue diferente. No me hacía ningún desplante ni se ensañaba conmigo o me rehuía. No, esta vez fue casi mágico. Muy surrealista, la verdad.
Recuerdo que todos, estábamos todos, cruzando el río de un lado a otro. El puente había sido sustituido por un conjunto de grandes y aplanados peñascos, eran escaleras para gigantes. Cruzábamos saltando de una a otra, descalzos y con ropa de verano. Parecíamos los niños perdidos jugando en Nunca Jamás. Estaba atardeciendo, el cielo se teñía de naranjas y añiles, era precioso contemplarlo, más aún por la gran luna llena que coronaba la estampa. Sin saber muy bien con qué lógica de acción, de repente, aparecimos en mi casa de campo, la de la virgen. Había muchísimos colchones repartidos por el enorme salón. Parecía que se hubiese librado una batalla campal de almohadas. Las mantas se desparramaban de unas camas a otras, sin importar a cual pertenecieran realmente. Todo era tan normal, tan cotidiano, que verdaderamente creía que vivía en un lugar así, con esas personas y ese entorno tan peterpanesco (no sabía de una palabra mejor para definir lo que quiero decir, así que me la he inventado). Estábamos tumbadas en un colchón tamaño cama de matrimonio, aunque la recuerdo inmensa. Estaba nerviosa, pero feliz, era una sensación extraña: me sentía a gusto, pero dentro de mí algo me decía que esa situación era algo fuera de lo común.
No recuerdo a ciencia cierta si mantuvimos una conversación trivial o cordial. Lo único que pongo en pie con claridad, que resuena en mi cabeza como si realmente lo hubiese escuchado, (aunque en realidad lo escuché, solo que fue producto de mi subconsciente) fue un tímido, pero firme "te he echado de menos".
Lloré. Como una idiota, me dije a mí misma al despertar. Durante el sueño lloré de felicidad. Nos abrazamos. Le dije cuánto la había echado yo de menos y lo mucho que me alegraba de que se hubiese abierto ante mí, que se sincerase y me dijese lo que de verdad sentía.
Todo era mentira. Una treta, una estúpida triquiñuela que mi ello había orquestado para que disfrutase al dormir. Supongo que buscaba darme una pizquita de esa paz que tanto he suplicado, anhelado, desde que perdí a mi amiga. No consigo superarlo. Mi madre dice que me castigo demasiado, yo pienso que puede que me merezca lo que me ha pasado, que todo ocurre por una razón. Luego me hace ver que no había razón alguna, que fue un sin motivo lo que me llevó hasta ese estado de tristeza ansiosa, que se escondía, huidiza, en mi pecho cuando la veía mirarme o ignorarme. Sólo quería un saludo amable, una sonrisa sincera. Sólo quería que mi amiga volviese.
A veces, bueno, muchas veces, cuando me pongo a pensar y a ver la película de mi vida en mi cabeza me doy cuenta de lo mucho que significan para mí las relaciones interpersonales. No sólo con la familia, las cuales reconozco incluso que he podido descuidar. Sí, ya sabes, das por hecho que van a estar ahí porque son tu familia y te quieren, como que te confías y, sólo cuando pierdes a uno de ellos definitivamente, te das cuenta lo estúpido que has sido. Yo me doy cuenta de mi estupidez cuando, de sobremanera, veo la amistad como algo sagrado. Básicamente porque me acabo estampando con la realidad: no todo el mundo lo ve, ni lo vive, como yo, las personas son mucho más interesadas de lo que uno cree desde la inocencia. Supongo, por no decir que estoy segura, que esa es la razón por la cual me gusta tanto la relación de Carrie, Charlotte, Samantha y Miranda. Son una especie de familia. Ellas vienen de lugares, familias, universidades, religiones distintas y eso no les supone ningún tipo de trabas. Confían unas en otras, se quieren, se respetan y son fieles a su amistad. Desde que tengo uso de razón soñé con tener unas amigas así, unas mejores amigas, con las que envejecer, en las que poder confiar sin miedo al abandono o al daño. Unas amigas de verdad, una familia escogida y creada por mí misma.
Es una utopía, tristemente para mí. Sobre todo después de este año.
Tampoco pecar de avariciosa. He sido desafortunada en algunos aspectos, pero en muchos otros tengo mucho por lo que estarle agradecida a este año que ya casi ha expirado su último aliento.



No hay comentarios:

Publicar un comentario