jueves, 10 de enero de 2013

Reflexiones de las tres de la mañana.


¿Sabes esa sensación en la que sientes el vacío, como desprotegido? Te ves muy pequeñito, como si fueses Pulgarcito. Pulgarcita en mi caso.
Las personas que te rodean se convierten en grandes rascacielos: moles de masa que puede aplastarte en un descuido si no miran por dónde van.
Tienes miedo. Estás jodido y lo sabes. En tu interior eres consciente de que eres tan grande como ellos, que no son así de impresionantes, que son humanos, como tú. No eres un pequeño experimento de la naturaleza del tamaño de un pulgar ni nada por el estilo. Se supone que es algo interno, algo que confluye con esa idea que tenemos de vernos tan indefensos ante este mundo cruel y gigante, esa vorágine de sentimientos, pensamientos y juicios que, si no nos espabilamos, nos devora. Te ves a ti mismo caminando por un tronco que comunica los dos lados de una gran grieta, una grieta que no esconde más que tu temor a ser insuficiente. Insignificante. La idea de ser reemplazado por alguien, que cree que no eres todo lo que se merece o que tenía ciertas expectativas en ti que acaban derrumbándose como un castillo de naipes. No llevas arnés, ni casco, ni unas míseras coderas que te salven del golpe que conlleva la caída. Te creías en una especie de pedestal infranqueable, una vitrina antibalas con sensores y un guarda jurado que vigilaba por ti. Luego te das cuenta de que estás desnudo. Sólo tú velas por ti.
Es curioso este pensamiento. Luchar por la independencia y por la libertad es algo que el ser humano siempre ha hecho, creyéndolo lo mejor para sí mismo, lo necesario y más básico. Hasta ese extraño momento en el que te das cuenta que deseas que alguien estuviese ahí, para ti. No hablo de alarmas antirrobos, guardaespaldas ni cosas de esas; hablo de alguien que te rodee con el brazo haciéndote sentir a salvo de todo. Un paraguas. Te cubres bajo el manto protector que te echa por encima al rodearte con su brazo y sientes que incluso aunque nevase lava, estarías sano y salvo.

Andar por el filo de la acera, símil del tronco que une los dos lados de la grieta, es algo que hago muy a menudo.  Demasiado. Inconscientemente, me enfilo en línea recta, desafiando a la gravedad y al peligro de ser barrida por el viento, disponiéndome a llegar de una pieza al otro lado de la calle. Soy igual en mi vida. Hago equilibrios conmigo misma. Sería absurdo culpar a alguien que no eres tú mismo de tus inseguridades, tus miedos. Hay quien piensa que la sociedad nos conforma así, otros que lo hemos aprehendido de nuestros protectores progenitores. Sea como sea, es absurdo. Todo es tan absurdo. Ni si quiera sé por qué estoy aquí escribiendo esto, hablando de que tengo miedo de que se de cuenta de que no soy suficiente y decida dejarme caer en la gran grieta, cuando esa gran grieta soy yo misma.


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