martes, 15 de enero de 2013

Noches sin luna son como vidas no vividas.


Oía cómo sus pies se sumergían en los charcos.
Ese era el único sonido que la acompañaba en su carrera hacia ninguna parte.
No se daba cuenta de que estaba llorando. La lluvia le mojaba todo su cuerpo, se le metía en los ojos impidiéndole la visión, por eso no sabía que lloraba. Llevaba un fino chaleco de hilo, rosa bebé. Ancho, al aire, como a ella le gustaba llevar la ropa, como le gustaba sentirse: libre. Ahora el delicado jersey estaba completamente pegado a su cuerpo, la lluvia se lo ceñía como si de una segunda piel se tratase. Era paradójico, pues así se sentía en aquel momento: aunque intentase hacer ver que todo estaba bien, que era feliz, que expresaba lo que sentía y hacía lo que quería, la realidad en su interior era otra muy distinta. Luchaba arduamente con las lágrimas, siempre empujando, pidiendo salir. El desasosiego la ahogaba cada día más: el hecho de que alguien dudase de ella, de su persona, de su forma de ser o actuar, de sus ideales, la ponía enferma. Se sentía fuera de control, como si estuviese viendo caer su vida a pedazos, todo por lo que ella había luchado y en lo que había creído se estaba desmoronando ante sus ojos.
Lo peor no era verlo, cosa que no hacía, o sí. No lo sabía. Tan sólo podía oír voces en su cabeza reprochándole unas palabras, lamentándose por otras cuantas, repudiándola por una acción y, en definitiva: juzgándola por ser quien era.


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